Me he comido un yogur de fresa y me ha generado inquietud. Por lo visto, he dado un pequeño paso para el hombre pero un gran salto para la Humanidad. No por el sabor, tan próximo a la fresa como mi prosa a la de Cervantes, sino por la etiqueta del envase. Yo creía que tan solo estaba merendando pero siempre he sido un tanto inocente. En realidad he estado impulsando una suerte de Nuevo Orden Mundial. Ahora hasta los yogures tienen un 50% de leche y un 50% de ideología.
Veamos. He leído con calma la etiqueta del yogur. Primero me han informado de que estaba contribuyendo a un modo de ganadería que hace felices a las vacas, que es algo muy extraño. No me parece mal pero, si soy sincero, tenía otras prioridades para el día de hoy. No sé. Me imagino que en la ganadería feliz los filetes de ternera llegan al plato muriéndose de risa. Eso podría provocarme un infarto.
Más tarde, en la letra pequeña, he visto que con mi inofensivo yogur estaba también cooperando con la Agenda 2030, incluyendo la inversión en políticas contra el cambio climático, el multiculturalismo y el feminismo, lo que se traduce en apoyar industrias ruinosas, disolver la moral cristiana en un magma proislámico, y hacer creer a las niñas que todos los hombres somos maltratadores por el mero hecho de nacer con un sacacorchos entre las piernas. De acuerdo, ellos lo explican con otras palabras.
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Pero si lo llego a saber antes, me habría tomado un gintonic, que por ahora no coopera con nada más que con la Agenda 2030 de mi médico de cabecera, que es extirparme el hígado a los 40 con independencia de que sea o no sea feliz.
Ya no es un secreto. Cuando vas a una tienda y compras cualquier producto, estás apoyando infinidad de cosas extravagantes sin saberlo. Las hay peores y mejores, pero todas hablan el mismo idioma: el del marxismo cultural. O si lo prefieres, el de Kamala Harris. Que es un lenguaje muy peculiar, que tiene la particularidad de ir de su boca al bolsillo de los contribuyentes sin necesidad de pasar por el oído.
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Apple dedica inmensos recursos a la lucha contra el cambio climático. Microsoft adopta como propio el lenguaje del feminismo radical. En Amazon todo es sostenibilidad, como si fuera una tienda de perchas. En SC Johnson no paran de aleccionarnos contra el plástico, como si sus millones de productos llevaran más de un siglo vendiéndose en vasijas de barro. Samsung, Nestlé y otras, trabajan sin descanso para impulsar los Objetivos del Milenio de la ONU, que parecen redactados por George Soros. Y Facebook, Twitter y las tecnológicas nunca pierden la ocasión de apoyar cada una de las iniciativas de la izquierda, bombardeando con especial inquina a la familia tradicional y al capitalismo que les ha permitido saltar del garaje roñoso a los edificios más lujosos del mundo.
En la web de Coca Cola, después de un largo discurso verde-feminista dicen: “Queda mucho camino por recorrer y no vamos a parar hasta conseguirlo”. Y no estoy seguro de si son buenos deseos navideños o una amenaza.
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Benetton, ahora que se ha cansado de los anuncios de caballos negros violando a caballos blancos, financia junto a la ONU gruesos programas anticonceptivos. De igual modo, Netflix utiliza su plataforma para promover abiertamente Planned Parenthood entre niños y adolescentes.
Muchas grandes compañías son además donantes de la poderosa multinacional abortista que ha hecho una inmensa fortuna masacrando bebés sin que nadie se encadene a sus puertas con pañuelos palestinos anudados al cuello, ni con carteles de BLM. Las vidas de los negros importan mucho, salvo que tengan menos de un año.
¿Dónde demonios está la derecha en las compañías más grandes del mundo? Sin duda, en la cuenta de resultados, que una cosa es que los CEOs sean muy solidarios y diversos y otra que sean imbéciles y les guste pagar impuestos. Se conforman con respaldar que sean los gobiernos los que nos machaquen a nosotros a impuestos verdes.
¿Cuántas marcas promocionan programas de ayuda a las familias numerosas? ¿Cuántas defienden la familia tradicional? ¿Cuántas defienden los valores de Occidente? ¿Cuántas desarrollan discursos a favor de la libertad en el mercado? ¿Cuántas defienden la propiedad privada? ¿Cuántas, al menos, hablan un idioma que no sea el lenguaje de género impuesto por el marxismo cultural?
Ninguna. O al menos ninguna de las grandes. Han asumido que los conservadores siempre vamos a estar ahí, que somos más fieles. Más conservadores, como su propio nombre indica. Y que tragaremos con lo que sea antes de cambiar de marca de yogur, de ropa, o de desodorante. Y sí, lo admito. Yo soy uno de esos tipos que prefiere morir antes que cambiar. Pero tampoco me obliguéis a que deje de usar desodorante. Primer aviso.
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