La arquitectura moderna consiste en diseñar algo tan horrible que todo el mundo pueda identificar al instante que es moderno, aunque no sea fácil intuir que se trata de arquitectura. Las instituciones respetables huyen de esos modelos, porque saben que el diseño de un edificio, como el vestido, dice mucho de lo que alberga en su interior. Lo ha comprendido bien Donald Trump, que ahora ha firmado una orden para que los edificios federales de Washington sean fieles a una línea de arquitectura clásica o, al menos, tengan como objetivo respetar la belleza. Dicho de otro modo, quiere que los edificios se parezcan más a Ivanka Trump que a Nancy Pelosi.
Algunas asociaciones de arquitectos se han enfadado mucho. Acusan a Trump de querer alejar secretamente a los vanguardistas, a los posmodernos, y a los impostores de los principales edificios públicos. Y es falso: no los quiere alejar secretamente sino con toda la publicidad posible.
Es probable que si, por lo general, estuvieran diseñando cosas bonitas no habría sido necesaria esta orden presidencial. Es más. Imaginen qué tipo de monstruos cementados estarán arrojando a las calles las élites arquitectónicas en nuestros días para que un presidente se vea obligado a salir en defensa de la belleza y la tradición artística, con el respaldo de numerosas encuestas en donde los ciudadanos estadounidenses se posicionan a favor del diseño tradicional para los edificios públicos, y en contra de que los diseñadores de morgues modernistas metan su mano en el erario.
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Esta batalla por la belleza no es ninguna tontería. Lo primero que llamaba la atención a los visitantes de las ciudades de la Rusia soviética era la tristeza arquitectónica. Edificios públicos como sacos de cemento por todas partes. Como cárceles burocráticas, grises y mastodónticas. No había ni un destello de alegría, ni un guiño a la tradición, ni un ápice de humanidad. Y no era un problema artístico. Simplemente reflejaban cómo quieren los comunistas a sus ciudadanos: esclavos, funcionales, grises, deshumanizados, y adormecidos. Aquella deleznable arquitectura soviética, en realidad, desnudaba el alma de todo el proyecto revolucionario.
Desde los 70, la arquitectura moderna ha estado llenando las ciudades de una vetusta excentricidad, válida tanto para una morgue como para una iglesia o un museo, bajo el pretexto de un nuevo concepto artístico. Edificios hechos con el más repulsivo de los gustos, epítome de modernidad y ruptura enfermiza con el mundo clásico. No voy a censurarlos. Con sus dineros e iniciativas privadas, sean felices, si es que pueden, alzando esas edificaciones que siempre parece que están sin terminar. Pero los edificios públicos son otra cosa.
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Un edificio de la administración no solo debe reflejar la dignidad de la institución, sino que es pertinente que esté hermanado con la propia historia de la nación que representa, con su génesis cultural. La pervivencia del mundo clásico es la gran seña de la civilización occidental, y de algún modo representa todas las cosas que amamos de nuestro modo de vida: los valores, la tradición, la libertad, la fe, la justicia, la ley, la belleza. No seríamos nada sin toda la herencia clásica que llevamos en los bolsillos. Ese es el espíritu que debe reflejar la arquitectura federal, y es además el espíritu en el que todos podemos sentirnos concernidos.
Un engendro modernista y llamativo, de esos que provocan infartos a las viejecitas en los pasos de cebra, puede excitar los bajos instintos de las élites arquitectónicas y ser admirado por expertos en arte contemporáneo, pero no olvidemos que son los mismos expertos que se escandalizaron hace unos años, cuando una señora de la limpieza del Museo Bolzano en Italia limpió por error una obra contemporánea titulada “¿Dónde vamos a bailar esta noche?”. Era un montón de botellas de champán vacías tiradas en el suelo y regadas con confeti. Tengo un póster de esa señora en mi armario. No todas las heroínas llevan capa.
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Nada caduca tan rápido y tan mal como lo moderno. Echa un vistazo a las iglesias que Europa construyó a finales del siglo XX, aquellas que iban a ser tan modernas, y dime si no parecen desoladoramente pasadas de moda. Jamás podrás sentir algo así frente a una catedral gótica o a las joyas arquitectónicas del Renacimiento.
Y es que al final, si algo debe reflejar un edificio público es la continuidad y la vocación de pervivencia; debe inspirar respeto y cierta solemnidad. Tan solo añadiría una excepción a la nueva orden: yo dejaría los edificios del IRS en manos de artistas posmodernos. Se llama justicia poética.
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