Tristeza es cuando solo te falta una pequeña moneda para el café, y la máquina no admite billetes. 2020 es algo parecido a eso. En solo un siglo, hemos pasado de los felices años veinte a los malditos años veinte. Casi todo lo que podía salir mal ha salido mal, pero hazme un favor: no te vuelvas hacia el cielo exclamando “¿Qué más puede ocurrir este año?”. Aún hay un montón de cosas feísimas que pueden pasar. No olvides que Biden y Harris pretenden entrar en la Casa Blanca. ¿Recuerdas El fantasma de la ópera?
Según la última encuesta de Gallup sobre la salud mental en Estados Unidos, la pandemia nos está dejando más tristes. Hay todavía un 34% de los encuestados que asegura que su estado anímico es excelente, y me pregunto si les habrán hecho el test de alcoholemia antes de la encuesta. Sea como sea, seguro que esos tipos tan motivados están todos en Instagram publicando cosas como “Nadie puede herirme sin mi permiso” (gansada de Gandhi), “Cualquier cosa que la mente del hombre puede concebir y creer, puede ser conseguida” (falacia ostentosa de Napoleon Hill) o “no le llames sueño, llámalo plan” (tontería anónima). En todo caso, si atendemos al humor del grueso de la población, los expertos prevén que la siguiente epidemia que deberemos afrontar será psiquiátrica.
No es para menos. Nuestro modo de vida se ha ido al infierno, al menos temporalmente, y la mayoría de las cosas divertidas que solíamos hacer no lo son tanto con una mascarilla y distancia social, estoy pensando en la pintura coral con pincel en la boca o discutir con un vecino en el ascensor. A cambio, llevamos siempre las manos pringadas del único tipo de alcohol que no puedes mezclar con Coca Cola y bebértelo, tenemos un millón de tediosas reuniones por Zoom cada día, y hay que mantener la misma distancia con las chicas guapas que con las feas, es decir, demasiada. Quizá por eso, en las encuestas, el grupo de solteros es el que se ve más entristecido por la crisis sanitaria.
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Tras la Peste Negra medieval, las calles se llenaron de mendigos y de gente vestida con harapos y ropas humildes; unos porque no tenían nada, otros por desánimo, y algunos por miedo a aparentar riqueza en un tiempo de penuria. En esas escenas grises que tan bien describió Alessandro Manzoni podemos ver un reflejo actual de nuestras propias ciudades.
Más desolador aún es descubrir los comercios quebrados, los bares clausurados, y los amigos que van engrosando poco a poco las cifras de desempleo. Más parados, más miseria y más desesperanza traerán una plaga de afecciones psiquiátricas, y alentarán también la violencia, el crimen y los robos, como ha ocurrido anteriormente en casi todas las grandes crisis.
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El World Economic Forum calcula que cerca del 30% de las pequeñas empresas de Los Ángeles, Houston, Chicago, Atlanta y Boston han cerrado. Mientras que en lugares como San Francisco o Nueva Orleans, la cifra roza el 50%. Y da gracias a Dios que aún no están gobernando los socialistas, porque será heroico conservar un pequeño negocio cuando empiecen a asfixiarte a impuestos llamándote “maldito rico”, “cerdo capitalista” y esos otros eslóganes motivadores con los que la izquierda acostumbra a promover el empleo y la riqueza.
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Debe existir un año peor que 2020 para vivir pero ahora mismo no se me ocurre ninguno. Tal vez 536, cuando el cielo se oscureció y comenzó a hacer un frío terrible que trajo hambrunas y crisis en todo el mundo. O 541, con la peste bubónica. Pero por entonces la gente se moría de cualquier tontería y a nadie le parecía demasiado grave. En cambio, en 2020 nos habían hecho creer que la naturaleza, la medicina, y la vida estaban a nuestros pies, que podíamos con todo. Poco antes de la pandemia, los magazines dominicales incluso publicaban reportajes sobre la posibilidad de volvernos inmortales, como si no fuera suficiente con pagar impuestos durante sesenta o setenta malditos años. “Viviremos cien años”, decían en gruesos titulares donde ahora dicen “vamos a ver si logramos mantenernos con vida las próximas 24 horas”. En cierto modo la estupidez reinante de nuestro siglo estaba pidiendo a gritos una pequeña cura de humildad.
Volviendo la vista atrás, del estudio pormenorizado de las consecuencias de la Peste Negra se puede extraer algunas conclusiones halagüeñas, incluso en este contexto de tristeza generalizada. Sabemos que tras la pandemia del siglo XIV y tras las miserias colaterales que dejó, se produjo una enorme explosión de consumo, empujada por una suerte de ansia de vivir, de aprovechar el tiempo que nos queda, con una renovada conciencia de la fugacidad de nuestro paso por la tierra. Dicho de otro modo: los supervivientes se volvieron locos de alegría y de prisa por vivir. Si eso se repite ahora, aún hay esperanza: nuestra recuperación económica podría ser mucho más rápida. Nadie es capaz de derrochar dólares tan intensa, veloz y alocadamente como un ciudadano del siglo XXI. Para esa vacuna yo sí me ofrezco voluntario.
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